La
amante de Macías
Una mujer reparó en mí.
Se llamaba Cris y según los comentarios era la amante de Macías.
Eso lo deslizó quien nos presentó, un
profesor universitario, en un encuentro casual en una librería. Cris me conocía
de nombre. Vi sus bellos ojos achinados, envueltos en grandes cejas y sus
labios desafiantes. Esos rasgos tendían a disimularse en una imagen etérea. Lo
primero que me dijo fue que quería hablar conmigo de ciertos problemas
filosóficos. Aunque me advertía ella estudiaba teatro, por gusto, porque nunca
iba a actuar, pese a distintos ofrecimientos. Me preguntó si yo no había
escrito una pieza de teatro y, socarrona, agregó: entonces tal vez me
atrevería. Al responderle que no, me pregunté si no me tomaba por otra persona.
No, por supuesto que no, me aseguró y vi que estaba jugando a gusto, por lo
cual seguí el tren de sus palabras. Pero ella cambio el ritmo de la charla,
hizo una pausa, y con un aparte teatral, dijo: qué aburridos son los
intelectuales. Lo dijo con un jadeo ríspido al que respondí, sin darme por
aludido, con el asentimiento instantáneo de un hombre experimentado. En ese
momento olvidé la referencia de mi conocido: que ella era la amante de Macías.
Era algo que no entraba en mi cabeza y lo omití voluntariamente.
Tomó mi teléfono, dato que le di entre
otros sobre mi persona.
Al otro día me llamó con el tono
familiar de quienes han acordado una cita, con una voz dulce y enérgica al
mismo tiempo. Esos dos aspectos en ella eran convergentes y pensé en Adversas y
en el nuevo realismo de lo incomposible argumentado por el tal Macías.
Todo lo que lucubré acerca de Macías se
disipó en el momento de ir a la cita. Ese día me vestí con cuidado, me afeité
bien -tarea que siempre realicé distraído-, y hasta me puse una colonia
extranjera que nunca decidí usar. Rosa, la mujer provinciana que hacía las
cosas en mi casa y a veces adoptaba aires maternales conmigo, me lo hizo notar
sin vueltas:
-- Parece que el señor se va de fiesta.
-- ¿Por qué me pregunta eso?
-- Vamos, a mí no me engaña. Nunca se
afeita tan despacio. Tenga cuidado. Usted
necesita una mujer que lo quiera. Usted es muy bueno y hay muchas locas
sueltas.
Le agradezco, Rosa, pero no es el caso,
respondí, no sin asombrarme de su olfato para captar una irrecusable presencia
femenina. Es una mujer, sí, acepté ante su mirada inquisitorial y le mostré una
sonrisa inofensiva.
Rosa no quedó conforme y se fue
murmurando cosas sobre la vida, en el estilo de que ella pasa rápido y que un
hombre solo necesita una mujer que lo quiera de veras.
Cris me había citado en un café del
centro. Cuando la vi me di cuenta de que no había advertido toda la serie de
matices que obraban en ella. Desplegaba una cabellera larga y serpenteante,
caía sobre sus pródigos pezones, y había un llamado desafiante en esos labios,
redondos y entreabiertos. Su visión era tan sugerente que al mismo tiempo me
apaciguaba. Porque en ese momento ya no sabía si era porque ella era una mujer
de Macías que venía a obtener algo o por el alcance que ese rostro de firmes
rasgos y pómulos muy marcados que ejercían poder sobre mí.
Una figura de mujer puede cambiar el
tiempo: hacer de él una serie de metrónomos rotos.
Nadie se ha ocupado de eso
científicamente, tal vez porque tenga que ver con la belleza. Newton ha sido
refutado en cuanto al efecto a distancia, pero hay presencias que surgen como
un estallido seco en una onda de luz y disipan la confusión entre el tiempo y
quien vive en el tiempo. Cris causó ese efecto inicial en mí.
Vi que sus labios ampulosos
contrastaban con la languidez de sus ojos. No había leído mis artículos.
Entonces me dije que no me conocía sino por terceras personas, seguramente
próximas a Macías. Pero ante esa sugerencia me dijo que oyó hablar de ellos:
-- Hay gente que te admira- me informó
secamente.
Arrojé al ruedo la cuestión de los
ángeles y me atreví a pronunciar el nombre de Macías.
No se sorprendió: no vine a hablar de
él, dijo con total desenfado. Vi que esos labios, los tonos muelles, curvos,
lechosos de su piel ejercían sobre mí una extraña seducción. Yo necesitaría
hablar un poco de cualquier tema. Hubo un minuto de un silencio, casi
convenido.
“Macías”, repitió como para sí con un
tinte áspero en su voz: “Me estoy cansando de él y de sus amigos”. Había un
dejo de reproche entreverado con un giro melódico que fue para mí como un muro
de granito porque adivinaba en él una devoción secreta.
Por ese solo giro de un golpe ella
apareció como la mujer de mi enemigo y me vi ridículo entre rumores, aplausos y
muchas risas. Todo esto podía bien ser un plan, imprevisto, que me encontraba
en indefensión completa. Adopté una actitud más enérgica. No debía mirar a sus
ojos y menos a sus labios porque eso tendía a paralizar mi pensamiento.
Insistí. Sin medias tintas, le dije que pensaba que ellos la habían enviado.
Ella se preguntó quiénes son ellos y me miró como si estuviera ante un loco.
Después lo pensó un momento y me anticipó que iba a decirme lo necesario,
porque se lo pedía con tanta ansiedad, pero el tema la aburría.
Contó que cuando lo conoció su vida se transmutó, dio un vuelco vertiginoso:
marido, hijo- tengo un hijo varón, al que amo, observó- , su familia, todo eso
careció de sentido.
Su voz por primera vez rechinó. El
proponía una nueva forma de vida, algo que yo buscaba desde siempre. Nunca
pensé que alguien como él existía, aunque pude imaginarlo.
Pero yo no tengo nada que ver con
ellos, remarcó. Me siento muy lejos de todos, especialmente ahora. Y más en
este momento- un color morado detonó en sus ojos.
Cris por primera vez me miró fijamente
a los ojos y sentí que tambaleaba de mi silla. ¿Era para tanto? No porque fuera
hermosa, sino que nunca una mujer despertó casi involuntariamente tanta
sensualidad en mí. Estaba excitado, pero me resistí a aceptarlo, mi tono se
volvió todavía más rígido y le declaré mi franco repudio por las ideas de
Adversus.
-- Las ideas, apuntó Cris, son muy
buenas. La forma de llevarlas a la práctica es lo que jode
No respondí. Era todo oídos. Ella no
tenía ganas de seguir. Esbozaba una conmovedora expresión de niña fastidiada,
contrariada y compungida. Me puse duro:
-- Han ocurrido hechos aberrantes,
anunciados en ese panfleto. Lo que no sé es si tienen o no conexión con las
ideas expuestas. A mí no me parecen muy graciosas que digamos. Hay un fanatismo
increíble. ¿Se trata de una secta? ¿Hablás de eso cuando te referís a ellos ?
--No, no creo que sea una secta. A mí
no me importa nada de eso. Me importa solo él, que prometió ayudarme en una
sociedad de beneficencia para perros abandonados y en mis actividades
artísticas. Ahora estamos un poco distanciados.
Nos quedamos en silencio. Algo denso
flotaba en el aire y yo no podía interrogarla siguiendo pautas clásicas. Sería
una falta de tacto. Ella notó mi vacilación y agregó: lo único que puedo
decirte es que es un hombre muy solitario.
--Tal vez, sugerí, no quiera estar más
solo. Y busque liderar una secta. Si todo no es una broma….
-- Eso no me interesa, nunca lo pensé,
¿Adonde querés llegar con esas preguntas?- espetó una Cris seca.
-- Vos decís que las ideas de Adversus
son interesantes, aunque te moleste, tengo que preguntarte cómo es posible
aprobar algo así? Me refiero a cosas puntuales: cuando se propone una conjura
sobre la base de hombres-bombas. ¿Te parece divertido eso?
Ella con un toque de encanto que
retorno sobre sus ojos, me confesó que no había leído el mentado tratado y
tampoco estaba segura de que Macías lo hubiera escrito. Pero respecto a esa
frase, le parecía una idea muy respetable y sobre todo poética que alguien
diera su vida por una causa, hoy, señaló, que nadie cree en nada. Y sugirió que
tal vez yo había leído tendenciosamente Adversus. Había gente de valor
intelectual - me recordó- que la consideraba una pieza maestra.
Lamenté no haber traído conmigo el tratado. Busqué un golpe de efecto y cité la
parte donde exalta a las madres que matan a sus hijos cuando les sorprenden una
naturaleza angélica.
Cris por toda respuesta lanzó una
carcajada. No me digas - su cabellera aleteó en el aire y sentí la inminencia
de una tormenta en el cielo- que tomás eso en serio. El tiene un sentido del
humor muy refinado. Se debe referir al control de la población. El es doctor,
siguió, una eminencia y le preocupan mucho esas cosas. ¿Por qué las madres
ponen hijos en el mundo a los que no pueden alimentar? Cada ser humano debería
ser el objeto de un cuidado especial y no de una aglomeración que hace que haya
padres que confundan los nombres de sus hijos, si es que se acuerdan el nombre.
Me gustaba escuchar a Cris hablar así.
Su proximidad me sumía en un cuento fabuloso donde los seres alados emigraban
para posarse en una cúpula de mármol y ella esperaba en un brocal viendo unas
tazas de alabastro reflejadas en agua que de tan transparente era enigmática.
Ella me arrancó de ese país y sus fulgores con una sonora carcajada que
remataba su indirecta defensa del tratado: yo diría que vos sos un loco que se
toma todo muy en serio. Pero eso me gusta mucho. Vos me gustás mucho.
Cris hizo un gesto como si notara que
un alerta rojo se desintegrase en el espacio y yo pudiera al verla retornar a
mi país de fulgores, donde hubiera querido que el enemigo, si lo había, fuera
concreto para enfrentarlo y finalmente como un héroe medieval darle a ella la
victoria, convirtiéndola a su vez en mi trofeo. Me imaginaba con ella a orillas
de un lago donde las palabras sonaban con dulzura mientras un rumor hirviente
ascendía y acaloraba a nuestros cuerpos. Ella, ahora, me pedía con displicencia
que no diera crédito a los chismes: Macías me admiraba, no dejaba de hacer
elogios sobre mí, hasta le había acercado mis escritos a sus amigos. Entre
finas hebras, casi invisibles entre su cabellera y sus labios, Cris me
desarmaba. Entonces casi grité:
--¿Pero quién es Macías? ¿Existe o es
un seudónimo, un nombre de guerra?
--Háblame bajo, no me gusta que me
griten...
Vi, amplios y descarnados, esos labios
entreabiertos donde brotaban invisibles dardos.
Miré mi reloj. El tiempo parecía
detenido. Dentro de una hora tenía que estar en el juzgado por el juicio del
restaurante. Mi socio el día anterior había llamado tres veces a mi casa
dándome detalles y asegurándome que si no me presentaba podíamos perder el
caso.
--Sea un seudónimo o un nombre de
guerra, yo lo conozco- Cris mantenía su tono defensivo-: creo saber muy bien
quién es, con todos sus defectos. Le tienen mucha envidia, te lo aseguro.
--Entonces...¿por qué él o gente suya
no me pierden pisada y me intimidan? Vos ahora me decís que me admira y que les
da a leer cosas mías a sus amigos. Será para que me vigilen mejor, porque ellos
me tienen en la mira...
--Vos sos alguien que necesita sentirse
perseguido- otra vez hubo sequedad en Cris.
-- Decime por lo menos quiénes son sus
amigos- yo estaba al borde de la exasperación.
--Mucha gente, hay de todo. Es una
eminencia, ¿no lo sabés? Yo no sé porque joden tanto. Me obligan a defenderlo y
no quiero defenderlo. Tengo mis problemas con él, pero no quiero ventilarlos.
Van a usarlos en contra suya. Vos no tenés que dejar que te usen así.
--¿Quién me usa a mí?- estaba al borde
de la indignación, todo se ensombreció, como si cayera un plumaje metálico y
quedase descarnado más que desnudo.
Cambié de actitud y con mi lengua más picante, haciendo ostentación de mi mejor
cinismo, le pregunté: -¿Y cuándo piensan matarme?
Ella lenta, pero inexorablemente fue
apartando sus expresiones chocantes, cerró sus manos en el aire y abrió sus
palmas como si me extendiera un racimo de frutos prohibidos, hasta que no quedó
nada de su actitud irónica, distante o diplomática, que surgía cada vez que se
hablaba de ese asunto.
--Vos estás chiflado. Estás mal. Pero
no es por eso. Estás pidiendo otra cosa.
Su rostro se mostró límpido, como una
superficie láctea recorrida por un chisporroteo de incendio y enlazó de súbito
sus piernas con las mías. Tuve la impresión de ser un animal feroz cazado por
un encantamiento al cabrillear de la luna. Me sentía en pañales ante ella o
amenazado por un oscuro pánico, pero era mi imaginación porque todo se diluía
en un cosquilleo.
Yo no era ciertamente un ángel, tuve
pocas experiencias con mujeres, salvo algunos encuentros fallidos con putas.
Cuando salía de mis épocas místicas o de tiempos aplicadamente científicos, me
limitaba a admirar a las mujeres o a masturbarme civilizadamente bajo las
sábanas. A las mujeres las consideraba una zona vedada. Ni bien una me clavaba
los ojos o meneaba su cintura provocativamente, me invadía cierta parálisis.
Tuve serios incidentes que me llevaron a esa actitud. Años atrás, cuando los
temas del destape y la liberación sexual estaban al orden del día, sentía
vergüenza y hasta humillación. Pero ahora hasta podía considerarme un
predecesor de una creciente abstinencia de las relaciones sexuales, según lo
decían las encuestas. Se atribuía eso al virus del SIDA o a la falta de
comunicación de la mujer y el hombre.
En mi caso, tal vez la historia habría
sido otra de haber dado con una iniciadora con más tacto ante mi miedo. Con una
mujer del tipo de Cris. Ver a una mujer desnuda me producía cierto escalofrío
que la mujer no tardaba en percibir. Así se arruinaron muchas historias que
habían empezado muy bien en términos de conquista, con mohines y besos. En el
momento más caliente mi sangre se helaba. Una de ellas, en vez de acordarse de
mi madre, lo hizo con Freud: ahora sé por qué atribuye inteligencia a los
neuróticos, dijo. Para no torturarme preferí a partir de cierto momento no
insistir más y emplear todas mis energías en el conocimiento. Posiblemente
tuviera que ver con eso que mi madre trajera a mi casa a tipos muy jóvenes, a
veces hasta púberes. A uno de ellos un día lo vi sentado sobre su falda: ella
estaba desnuda y di vuelta mi cabeza ahogado en una ola de repugnancia. No por
ella, sino por la vida misma, donde mi existencia se balanceaba como la cabeza
virgen de un ahorcado. Me olvidé de esa escena al transcurrir el tiempo, pero
dejó el recuerdo de cierta impronta humillante, difícil de definir.
Era el peor tipo de humillación, porque
es imposible atribuirla a alguien, a mi madre o al púber. A esta altura de mi
vida no quería ya saber nada con el sexo. Me había costado mucho construir
defensas yendo en sentido contrario a mi sensibilidad. Muchos hombres se
volvieron estudiosos e intelectuales para no enloquecer presas de su pasión
desbordante. Si hubiera tenido cualidades artísticas hubiera sido tal vez un
gran poeta o pintor y o un filósofo del montón.
Varias personas me expresaron que tenía algo de monacal. Nunca les di crédito.
Pero los santos me fascinaban. ¿Cómo alguien puede prescindir completamente del
sexo? Ahora, ante Cris, me daba cuenta de que yo no había prescindido. En mi
larga abstinencia, lo había dejado en suspenso, como a una perpetua promesa. Mi
interés inicial por la filosofía y la ciencia se debió a que ellas excluían de
sus construcciones todo lo sensual.
El mundo del pensamiento, pese a sus
restricciones o a causa de ellas, había conservado intacto lo que respondía al
deseo. No digo mi deseo porque lo experimentaba como algo ajeno. Pero eso no
estaba para nada extinto.
En realidad, en años anteriores había estado enamorado de diversas mujeres.
Pero me tornaba impotente cuando ellas querían pasar a los hechos, por temor a
un nuevo fracaso. Sabía que en lo sexual yo no era impotente, pero que me
costaría mucho entregarme ante la cercanía de una piel femenina. Por otra parte,
esas mujeres que frecuenté nunca hicieron un movimiento de entrega hacia mí. El
modo de plantear ir a la cama me resultó tan convencional que me ahuyentó
definitivamente. Tal vez actuaban así conmigo porque lo que las atrae hacia el
macho es el olor de otra mujer que el hombre lleva como flor en su ojal. Me
decía cosas de ese calibre, concluyendo que mi virginidad era un trofeo inútil
y sufría doblemente las historias que pude haber tenido y que me hubieran hecho
seguramente sufrir. Las arruiné de antemano, con la mezquina certeza de que el
deseo es algo fugaz.
La mujer que se mostró con mas tacto también
fue contaminada por mi miedo- algo que la mujer vive como incertidumbre- y
cuando algo estuvo a punto de ocurrir con una muchacha a la que hamacaba en la
Plaza San Martín planeando a qué hotel ir cuando me recibió con besos a la
primera cita, ni lerdas ni perezosas se hicieron presentes las fuerzas del
orden y de la represión, como si hubieran sido llamadas a la cita por una
fatalidad mal nacida.
Ahora lamentaba no tener la destreza de
los hombres que saben responderle a la mujer que surge como una ráfaga desde la
niebla. No es que quisiera seducirla: quería demostrarle que era un hombre, no
un eremita que hubiera vivido en una montaña lejana. Temí otra vez ser
mancillado en el ombligo del miedo. Ella se dio cuenta y resistió la blancura
desmayada que invadía a las mujeres cuando advertían la índole de ese miedo.
Sus mejillas se iluminaron hasta que toda su piel fue asaltada por una ola de
rubor que agudizaba en tropel al clave más temperado. Hubo una pausa, la de un
instante lánguido y un posterior derrame de fuego. Contra toda ortodoxia, la
imaginé desnuda y sentí el preludio de un ritual nuevo.
--Tenés miedo de mí. No voy a comerte.
Tu miedo me excita mucho. Puedo olerte.
Sus piernas me atenazaron con tal
fuerza que la mesa dio una pirueta y estuvimos a punto de irnos al suelo. No
había conocido a una mujer como ella, que quería oler sin tapujos ese aroma que
exudaba la inactividad sexual de un santurrón y hacer de él un elixir con la
química de su cuerpo y sus destrezas
Me dije que Cris era la mujer que tendría que haber conocido en otro tiempo.
Creía palpar su carne ambarina bajo el brocado brillante de su vestido que
hacía juego con el ámbar azabache, esta vez con acento, de sus ojos. De haberla
conocido antes, tal vez no estaría metido en este delirio ridículo con la secta
del autor de Adversus ángeles..
Su cabellera bailoteaba, irradiaba,
hacía contraer mis músculos y transmutaba una nube opaca y negra en un
resplandor elocuente que crispaba el mismo cielo.
Olvidé totalmente que ella era amante o mujer de Macías. Eso me era
insignificante, aunque probablemente ella había sido enviada por él para que,
seducción mediante, averiguar qué planes tenía. Estaba decidido a aceptar ese
desafío en esta carrera de embolsados.
Luis Thonis